Las pequeñas cosas

Placeres de bolsillo

 

Hace algo más de 11 años se estrenó la película Amélie, su slogan decía “Ella va a cambiar tu vida” y de alguna forma cambió la mía porque salí del cine con una de esas sonrisas que se quedan guardadas en algún lugar y no se gastan nunca; basta mirar hacia dentro y ahí están, esperando para hacernos volver a sonreír.

Amélie Poulain tiene desarrolladísimo el gusto por los pequeños placeres: romper golpeando con una cucharilla la capita de azúcar quemado de la Créme Broulé, meter las manos en un saco lleno de legumbres, girarse en el cine a ver las caras de la gente mientras ven la película, tirar piedrecitas al canal St. Martin…; un día, tras una baldosa de su baño, encuentra una vieja caja llena de juguetes y cromos antiguos y se propone encontrar al hombre que de niño vivió allí para devolverle su tesoro de infancia, y decide además que si al devolverle la caja consigue que ese hombre se alegre, entonces dedicará su vida a proporcionar alegrías a los demás. Y eso hace durante toda la película; disfrutar y regalar felicidad a sus “víctimas” mediante gestos pequeños y originales.

Suelo recordar a menudo la escena final, no tanto por el momento del beso (a pesar de que es maravilloso) sino por el momento previo a este en el que Amélie está en la cocina preparando un pastel y se da cuenta de que le falta un ingrediente, entonces comienza a fantasear y es a Nino a quien imagina saliendo de su casa bajo la lluvia y acercándose a la tienda de la esquina donde Amelie compra siempre; en cuanto Nino le pide a Lucien, el vengado ayudante del tendero, canela en rama, Lucien le contesta muy sonriente: “Amélie está haciendo su rico pastel de ciruelas, ¿eh?”.

Esa es su ensoñación, Nino formando parte de la cotidianeidad de su vida; la magia de las pequeñas cosas que compartirían, el placer de saber a los amigos cómplices en tu alegría. No sueña con que viajan juntos a un resort de lujo en Hawai, no imagina que vivirán en una casa mejor, o que tendrán hijos guapos que algún día además serán notarios, abogados o dentistas, no piensa en ser la envidia de quienes les conozcan.

Esa escena me ayuda a no olvidar que no son los grandes gestos, declaraciones o palabras los que hacen que la vida merezca la pena, que la mayoría de las cosas que aumentan la felicidad son a menudo pequeñas y absolutamente gratis y que es necesario estar lo suficientemente alerta como para no cometer el error de considerar que su valor es tan pequeño como su apariencia.

Tal vez por cierta tendencia mía al hedonismo veo en Amélie una llamada de atención bellísima sobre todos esos placeres que habitan nuestros días y que solemos pasar por alto; esos que de prestarles la atención que merecen podrían cambiar la percepción que tenemos de nuestra propia vida. Veo una invitación a disfrutar del placer de las pequeñas cosas, una llamada a convertirnos en hedonistas de lo cotidiano.

Todos deberíamos elaborar una lista con esos placeres de los que no hablamos por poco importantes y en los que a veces ni siquiera reparamos, para tenerlos en mente, para buscarlos y para no olvidar detenernos a saborearlos cuando tengamos la suerte de experimentarlos.

Pequeños grandes placeres:

–         Meterse en una cama recién hecha con sábanas limpias.

–          Oír sin esperarlo una canción que te encanta.

–          La risa de un niño.

–          Pasar tiempo con amigos.

–          El primer trago de una cerveza en verano.

–          Abrir un libro nuevo y oler las páginas.

–          Roer una onza de chocolate negro.

–          El olor a café recién hecho.

–          Comer con los dedos.

–          Una ducha calentita.

–          Sentarse junto a la ventana a ver y oír caer la lluvia.

–          El olor del mar.

–          Correr entre aspersores.

–          Despertarte y darte cuenta de que aún puedes dormir un par de horas más.

–          Recibir una carta (de las de verdad, no del banco, ni publicidad)

–          Nadar desnudo (y la desnudez en general)

–          Tener a alguien acariciándote el pelo.

–          Pasear entre sábanas tendidas al sol.

–          Saltar olas.

–         Caminar por un aeropuerto y observar la tristeza, la alegría y tanto amor en los recibimientos y despedidas.

–        Una comida rica de “abuela”.

–        Columpiarte.

–        Hacerte una pelotilla en el sofá y comer pizza mientras ves una peli.

–        Cruzar miraditas con un desconocido.

–        Llegar a casa y quitarte los zapatos (y el sujetador)

–        Despertarte con la luz del sol.

–        Ver atardecer.

–        Soñar despierto.

–       Hacer una receta nueva y que te salga deliciosa.

–       Recibir un abrazo espontáneo de tus hijos.

–       Ver la cara de alguien mientras abre un regalo que le has hecho y que sabes que le va a encantar.

–       El olor que se queda en los dedos al pelar una mandarina.

–       Un tazón de chocolate espeso (Olga)

–       Escuchar «¿Cómo estás?» de alguien que te quiere (Pedro)

–       Ir al médico y recibir solo buenas noticias (Javiera)

–       El olor de la ropa al sacarla de la lavadora (Yessy)

–       Encontrar en un cajón una vieja foto que te encanta (Yessy)

–       Mirar a la luna (Carol)

–       Sentir mariposas en la tripa ante algo nuevo y emocionante (Carol)

–      Remolonear con tus niños todos juntos en la cama (Rebeca)

–      Jugar a las cosquillas tirados por el suelo (Rebeca)

–      El olor a tierra mojada (Lila)

–      Sacar el pie de entre las colchas para ajustar perfectamente la temperatura (Lila)

–      El olor a pan recién horneado (Marisa)

–     Tirarte a bomba en la piscina con tus hijos (Estela)

–       …

Como veis esta es una lista absolutamente incompleta así que esperamos que nos ayudeis a completarla.

Alexis Perevoschikov saltar

¡Un placercito, por favor!

Deseamos

Cortesía de Víctor Hugo

Te deseo primero que ames, y que amando, también seas amado. Y que, de no ser así, seas breve en olvidar y que después de olvidar, no guardes rencores. Deseo, pues, que no sea así, pero que si es, sepas existir sin desesperar.

Te deseo también que tengas amigos y que, incluso malos e inconsecuentes, sean valientes y fieles, y que por lo menos haya uno en quien puedas confiar sin dudarlo.

Y porque la vida es así, te deseo también que tengas enemigos. Ni muchos ni pocos, en la medida exacta para que entre ellos haya por lo menos uno que sea noble y justo para que de vez en cuando te cuestiones tus propias certezas.

Te deseo además que seas útil pero no insustituible. Y que en los momentos malos, cuando no te quede nada más, esa sensación de utilidad sea suficiente para mantenerte en pie.

Igualmente te deseo que seas tolerante, no con los que se equivocan poco, porque eso es fácil, sino con los que se equivocan mucho e irremediablemente para que, haciendo buen uso de esa tolerancia, sirvas de ejemplo a otros.

Te deseo que siendo joven no madures demasiado de prisa, y que ya maduro, no insistas en rejuvenecer, y que siendo viejo no te dediques a desesperar. Porque cada edad tiene su placer y su dolor y es necesario experimentarlos todos.

Te deseo de paso que estés triste. No todo el año sino solamente un día. Pero que en ese día descubras que la risa diaria es buena, que la risa habitual aburre y que la risa constante es enfermiza.

Te deseo que descubras, con urgencia máxima y por encima y a pesar de todo, que existen y te rodean seres oprimidos, infelices y tratados con injusticia.

Te deseo que acaricies a un perro, que alimentes a un pájaro y le oigas erguir triunfante su canto matinal, porque de esa manera, te sentirás bien por nada.

Te deseo también que plantes una semilla, por más minúscula que sea, y que puedas verla crecer para que descubras de cuántas vidas está hecho un árbol.

Te deseo además que tengas dinero, porque es necesario ser práctico, y que por lo menos una vez al año pongas parte de ese dinero frente a ti y digas: «Esto es mío»; para que quede bien claro quién es el dueño de quién.

Te deseo también que ninguno de tus amores muera, pero que si muere alguno, puedas llorar sin remordimientos y sufrir sin sentirte culpable por lo que no hiciste o dijiste.

Te deseo al fin que siendo hombre, tengas una buena mujer y que siendo mujer, tengas un buen hombre, mañana y todos los días de tu vida, y que una vez exhaustos y sonrientes, aún os quede amor para recomenzar.

Si todas estas cosas llegaran a pasarte, no tendría nada más que desearte.

make_a_wish

¡ME LO PIDO!

Para el verde, colorao.

 

Todos los Diciembres sucedía igual; cuando llegaba la hora en que la energía ya no daba para más, seis niñas nos sentábamos en el suelo delante de la tele de la abuela dispuestas a no parpadear hasta que nos mandaran a la cama. Por cada anuncio de juguetes, y en Diciembre son muchos los anuncios de juguetes, se lanzaban seis ¡¡¡¡ME LO PIDO!!!! frenéticos y desgañitados. Sólo podía haber una ganadora. Y es que vivíamos con la convicción de que había un único juguete de cada tipo (el que salía en el anuncio, por supuesto) y por lo tanto sus Altezas de Oriente solo podían traérselo a aquella que se lo hubiera pedido primero.

Tal vez el hecho de que sus majestades nos trajeran todos los años media docena de bragas de ganchillo a cada una (muy parecidas a las que nos hacía la abuela el resto del año porque aunque estas tenían lazos, se clavaban igual, igual, que las otras), una caja de pinturas que ninguna recordaba haberse pedido y poco más, debiera habernos hecho desistir el Diciembre siguiente, pero nosotras, niñas de costumbres arraigadas, no perdíamos la fe en que Los Reyes, que veían todas y cada una de las veces que nos portábamos mal, algún año oirían también los gritos, se fijarían un poquito y le traerían a cada una los juguetes que se había ganado con el escozor de su laringe y la rapidez de sus reflejos.

No sé cómo ni por qué llegamos de niñas a la convicción de que cada juguete era único y tampoco sé de dónde han sacado ciertos adultos la conclusión de que si alguien consigue algo será a costa de quitarles la posibilidad de tenerlo a ellos.

Hay compañeros de trabajo a los que se deja de hablar porque, a ellos sí, les han subido el sueldo este año. ¡Ladrones! ¡Y que no me vengan con que la culpa es del jefe! Los pobres jefes, igual que los Reyes Magos, bastante tienen con vigilar a los que se portan mal como para estar atentos de los méritos de todos los mindundis.

O esas sinvergüenzas con no sé cuántos ligues al retortero; las cifras exactas no las tengo, pero por muy igualado que esté el ratio hombres/mujeres, a nada que haya media docena de pájaras por ahí (y sé de buena tinta que las hay a bandadas) las cuentas dejan de salir. ¡¿Así, cómo no me voy a quedar yo para vestir santos, yo que una vez estuve a punto de ser finalista en el concurso de misses de mi barrio?!

¿Y esos que venían de fuera a quitarnos los trabajos (cuando los había)? que no es que ninguno quisiéramos limpiar casas, atender abuelos, o trabajar en el Mc Donald’s, pero, ¿y si hubiéramos querido? ¿entonces qué? ¡¿eh?!

El absurdo de este tipo de razonamiento llega a su paroxismo cuando lo “robado” es algo incontable, algo tan intangible como, pongamos por caso, la felicidad. Prueba a contar por ahí que has decidido perseguir, por ejemplo, la alegría, y prepárate para ver desatarse el pánico más furibundo. Porque la gente te quiere y se preocupa por ti.

Y el caso es que esa preocupación (si tú no supieras que te quieren tanto) dirías que se parece mucho a la ira de los agredidos.

¿¡Qué va a ser de ti?! (¡¿y qué será de mi si lo consigues!?), ¿¡qué tiene de malo tú vida?! (¡¿que tanto se parece a la mía!?)

¡Reflexiona!, por tu bien te lo pido, ¡piensa un pocoooo!

Pero tú hace tiempo que tienes la manía de pensar, y es una manía que con el tiempo se agudiza, así que descubriste hace años que los juguetes se fabricaban en serie, que Los Reyes eran los padres, que las bragas, a pesar de los lazos, las hacía efectivamente tu abuela, que la alegría cuanto más se usa más se tiene, que el primer requisito para ser feliz es desear la felicidad propia más que la infelicidad ajena, y que nadie, nadie, ha podido nunca robarle a otro lo que ese otro no tenía.

Hay quien piensa que si su vecino se rompiera una pierna, conseguiría que su propio paso se volviese más ágil. Y hay quien simplemente no piensa.

envidia 1

“You have brains in your head. You have feet in your shoes. You can steer yourself any direction you choose. You’re on your own. And you know what you know. And YOU are the one who’ll decide where to go” Dr. Seuss

Qué cosas me dices

Si me quieres, ayúdame a quererme a mi mismo

 

 El padre, que por trabajo visita comedores escolares, llegó a casa con el siguiente acontecer; “… cuando me faltaban unos metros para llegar a la puerta, el monitor, un chaval que me había parecido encantador unos minutos antes, gritó a un grupo de niños de unos 7 años que se apartaran de la puerta para dejarme pasar; por supuesto no se movió ninguno, estaban absortos en su charla y sus risas. El monitor gritó una segunda vez y entonces sí los niños comenzaron a apartarse, todos menos una niña que empezó a preguntarme algo; no llegué a escucharlo, el monitor gritó una tercera vez: “¡Ana! ¡¿eres sorda?! ¡que te apartes!”

La pobre Ana no tuvo tiempo de ver la sonrisa de solidaridad que intenté dedicarle porque automáticamente bajó la cabeza, fijó la vista en el suelo y se marchó arrastrando los pies.

Mientras la puerta se cerraba detrás de mí aún tuve tiempo de escuchar lo siguiente: “¡Ana! ¿tú que eres, sorda, tonta o deficiente? ¿por qué no obedeces cuando se te manda algo?”

Mi impulso fue volver a entrar y preguntarle a aquel chaval encantador: “¿Y tú que eres, gilipollas o simplemente un abusón?  ¿Por qué un adulto a cargo de unos niños, al que por lo tanto se le suponen unos mínimos conocimientos sobre pedagogía, se dirige a ellos como tú acabas de hacerlo?”

Pero como tantas otras veces en que presencio cosas así, seguí mi camino con mi mala leche a cuestas pensando en cuántas veces le tocará a nuestro uno ser protagonista de una escena similar.”

 Despues de oír esta historia no fue difícil compartir la indignación del padre. ¡¡Maldito bastardo!!

(y es que insultar también forma parte de nuestras técnicas comunicativas)

 Antes de que naciera el hombre de nuestra vida tuvimos la suerte de descubrir el libro (y él de que nosotros lo descubriéramos) “How to talk so kids will listen & listen so kids will talk” de Adele Faber y Elaine Mazlish (edición en español “Cómo hablar para que sus hijos le escuchen y cómo escuchar para que sus hijos le hablen”) y fue una revelación.

No hay suficientes palabras para explicar lo maravilloso que es este libro; lo ameno, lo práctico y lo necesaria que es su lectura no solo para aquellos que compartan su vida con niños. Hacernos conscientes de lo deficiente que es nuestra forma de comunicarnos y encontrar alternativas para que deje de ser así tiene un valor incalculable.

 Decía Saramago “nadie está obligado a amar a nadie, todos estamos obligados a respetarnos”.

 En una cultura como la actual y habiendo recibido una educación en la que el insulto es cotidiano, resulta fácil quitarle importancia y pensar que los insultos no nos afectan porque los percibimos como una simple forma de expresión; lamentablemente esto no es así, la falta de respeto que conlleva el insulto deja un poso en quien lo recibe y modifica la percepción que tiene de si mismo, sobre todo si el destinatario es un niño.

A día de hoy son muchos los estudios que demuestran que la mayoría de neurosis y un gran número de trastornos padecidos por niños y adultos son consecuencias directas de una baja autoestima. Por si esto fuera poco está demostrado también que la relación entre el nivel de autoestima de un individuo y la probabilidad de que trate a sus semejantes con respeto y generosidad, son directamente proporcionales; cuanto mayor es la primera, mayores son las probabilidades de que suceda lo segundo. Y lo mismo aplica en el caso contrario.

 Pero no son solo los insultos los que merman la autoestima; el oído atento, y el padre tiene dos atentísimos, escuchará sin tener que buscar mucho cientos de ejemplos.

“Te vas a caer” 

Mensajes que transmite esta frase: “eso que estás haciendo es demasiado complicado para ti”, “no eres capaz de hacer eso sin caerte”, “eres torpe”.  

 ¡¿Y qué hacemos entonces?! ¿dejamos que se haga daño?.

Pues si la caída no es muy grande, la respuesta es sí.

Nadie ha conseguido nunca hacer algo sin intentarlo. Evitarle todos los golpes a un niño supondría quitarle también todos los momentos de triunfo que conllevaría el haber sido capaz de evitarlos por si mismo.

 En la mayoría de los casos en los que se pronuncia esta frase, la caída es probable pero no segura; un “esa silla es muy alta” alertará al niño del riesgo que corre sin desanimarle ni modificar la opinión que tiene de sus capacidades.

 ¿Y que hacemos cuando la caída pueda suponer algo más que un simple golpe? Bajarle de donde este subido. Así de simple. Si sabes con seguridad que se va a caer y se hará daño, bájale, pero ya que no queda más remedio que privarle de la experiencia, no le privemos también de parte de su autoestima. “Esto es peligroso” mientras bajamos al niño le evita el golpe y le permite mantener intacta su opinión sobre su habilidad.

 Tener una autoestima sólida es un requisito indispensable para disfrutar de relaciones satisfactorias, para tener el valor de vivir según nuestros ideales y perseguir nuestros sueños, para tener éxito, y para, en definitiva, alcanzar la felicidad.

 No hay riquezas que no estuviésemos dispuestos a pagar (en el caso de tenerlas) para asegurar la felicidad de aquellos a quienes queremos; pero un día, aquel por quien daríamos todo el oro y aún sería poco, rompe una taza: “¡Serás torpe!”, “¡no haces nada bien!”, “¡niño malo!”. Y por 2 míseros euros contribuimos a que su felicidad, presente y futura, sea un poco más difícil de alcanzar.

autoestima

«No tengo ningún derecho a decir o hacer algo que rebaje a un hombre ante sus propios ojos. Lo que importa no es lo que yo piense de ese hombre, lo que importa es lo que piense él de si mismo. Minar la autoestima de un hombre, eso es un pecado»   Antoine de Saint-Exupery

Ecuación simple para multiplicar la Felicidad

Nociones básicas

 

Placer: emoción positiva que experimentamos cuando disfrutamos de actividades y relaciones que nos gustan y nos enriquecen: una comida deliciosa, pasear con alguien a quien queremos, aprender sobre algo que nos interesa…

Compromiso: lo que experimentas cuando te entregas completamente a algo que te resulta tan satisfactorio que pierdes la noción del tiempo. Todos tus sentidos están comprometidos con esa actividad.

Significado: cuando nuestras acciones causan un impacto positivo más allá de las fronteras de nuestra propia vida.

Que vivir una experiencia placentera o incluso recordarla (ummmm…) aumenta significativamente nuestro nivel de felicidad lo sabemos todos, pero lo que no todo el mundo sabe es que ese incremento de felicidad que provoca el placer, es muy, pero que MUY efímero.

¡Ohhhhhh… nooooooooo!

Pues sí.

Esto, sumado a la forma de vida actual (que no nos ayuda mucho a sentir el vaso lleno), hace que busquemos cada vez con más ahínco ocasiones y formas de sentir placer para rellenar el vaso; compras, viajes, restaurantes, spas, deportes extremos… pero el placer que provocan estas experiencias deja tan poco poso en nuestra sensación de bienestar general que como yonquis andamos siempre a la búsqueda de una nueva dosis para conseguir el subidón de felicidad que queremos.

¡Qué fuerte!

Pues sí.

Tras mucho buscar y mucho leer hemos averiguado que existe una fórmula científica que garantiza que nuestra felicidad no solo aumente, sino que se quede así, aumentada, y es la siguiente:

Placer + Compromiso + Significado = FELICIDAD

La fórmula viene a decir que si queremos que el subidón de felicidad no tenga un efecto “estrella fugaz” tenemos que hacer cosas con las que disfrutemos genuinamente  (así garantizamos el placer y el compromiso) y además tenemos que encontrar la forma en que haciéndolas ayudemos a alguien más (significado).

Cuando se habla de “ayudar a los demás” a todos nos da por imaginarnos a misioneras y voluntarios cubiertos de polvo y moscas en algún país remoto, y si esta es la forma en que te gusta ayudar, hazlo, será perfecta porque es la que te gusta a ti y te proporcionará un montón de alegría, pero no es en absoluto la única manera de tener un efecto positivo en la vida de otras personas.

Imagina por ejemplo a alguien a quien le gusta cocinar, solo lo hace como hobby, pero, cuando tras un día agotador en la oficina tiene el tiempo y la energía, elige encerrarse entre cacerolas y probar una nueva receta; va mimando cada paso, disfrutando de los olores, del sonido del cuchillo sobre la tabla de cortar, y se olvida del tiempo y de lo que queda fuera de la cocina.

Ahora imagina que una vez que la delicatesen está lista la cocinera de nuestra historia invita a probarla a la vecina del 5º, que además de ser encantadora siempre cena sola, la mujer, o decide meterla en una tartera y llevársela a una compañera de trabajo con afición por la buena mesa pero poco arte en la cocina, la pobre…

Ahora imagina la sonrisa de la vecina… Imagina el placer de la compañera…

El chute de felicidad que se ha fabricado nuestra chef ¿puedes imaginártelo?

Y puestos a imaginar, ¡volvámonos locos! Imagina que nuestra cocinera renuncia a un trabajo que le aburre soberanamente y encuentra alguna manera de ganarse la vida cocinando para así ser capaz de experimentar la sensación anterior una y otra vez un día tras otro.

¿Te lo imaginas?

Nosotros ya lo hemos hecho 🙂

formula

“Si realmente quieres tener éxito, no lo busques; dedícate a hacer aquello que amas y en lo que crees y el éxito te encontrará a ti”

Empezar por el principio

ÉRASE UNA VEZ LA FELICIDAD

 

La Doctora Sonja Lyuborminsky, que se licenció Summa Cum Laude en Psicología en Harvard y se doctoró en Psicología Social y de la Personalidad en Stanford (¡casi na’!), lleva más de 20 años realizando estudios científicos sobre la felicidad y sobre cómo desarrollarla. Sus investigaciones han sido distinguidas con varios premios y becas y también ha publicado varios libros con los resultados de sus estudios, el más conocido “La ciencia de la felicidad” ha sido traducido a 18 idiomas (y lo recomendamos mucho).

Uno de sus descubrimientos más importantes es el que consiguió establecer qué factores determinan la felicidad. Los estudios demostraron que el nivel de felicidad que puede experimentar cada individuo está determinado de la siguiente manera:

50% genético (la capacidad para la felicidad vendría a ser como la tasa metabólica o el Cociente Intelectual), 10% circunstancias (riqueza, situación sentimental…) y 40% voluntad.

Has leído bien, está científicamente demostrado que si te tocara la lotería mañana y de camino a las Bahamas te encontraras con Brad Pitt y él cayera rendido a tus pies, una vez pasado el subidón inicial, sólo conseguirías ser como máximo un 10% más feliz de lo que eres ahora. ¡Un mísero 10%!

No sé tú, pero nosotros que cuando se trata de cosas buenas tendemos al ansia, nos quedamos con el 40% que encima no depende de que se alinee ningún planeta, nos sonría algún astro, se apiade de nosotros la Diosa Fortuna o consigamos tirar nuestra ética por el water (pobre Angelina, ¡con 6 criaturas!).

Según la Lyuborminsky, un chute de felicidad equivalente a ganar 4 veces la lotería + tener a 4 Brad Pitt loquitos por nuestros huesos, está en nuestro mano. Y nosotros nos tenemos confianza.

Es cierto que sigue quedando el asunto del 50% grabado en nuestro código genético, pero como la Lyubominsky se apresura a aclarar: “sólo porque tu genética no se pueda cambiar no significa que no puedas cambiar tu nivel de felicidad”.

Y añadimos: igual que alguien que por herencia genética tiene predisposición a generar colesterol y puede elegir cuidar su alimentación para estar más sano, el que venga de fábrica con el vaso medio vacío puede elegir hacer uso de su poder para rellenarlo. ¡Un 40%!

Haz mentalmente el dibujo del  vaso medio vacío y ve añadiéndole un 40% más del líquido que prefieras, así a ojo. ¿Qué?, ¿a qué sale un buen vaso?

Pues allá vamos, ¡a la conquista del 40%!

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